domingo, 14 de diciembre de 2008

EL REY MAGO QUE NUNCA LLEGO

Henry van Dyke (1852-1933), criado en Brooklyn (New York), fue un celebre
predicador norteamericano a la vez poeta, ensayista, cuentista y profesor de
literatura inglesa. La idea de esta fábula lo asalto una noche, “como un don,
traído por el aire”, y tras un año de enfermedades, aflicciones, y de vivir con el
pensamiento de morir cuando juzgaba le faltaba mucho para lograr sus metas.
Compilado, por José A. García Vera.
P.`.V.`.M.`.”Integración” Nº 24
Vall.`.de Guayaquil – G.`.L.`.Ecuador
York
EL REY MAGO
QUE NUNCA LLEGO
Por Henry van Dyke
Este relato, en su género, es una modesta obra clásica. La melodiosa cadencia de su estilo se
dio a conocer por primera vez en 1892, durante los oficios del día de Navidad en una iglesia
presbiteriana de Nueva York.
Desde entonces esta historia se ha traducido a más de 13 idiomas y ha recorrido el mundo.
Millones de personas se han sentido reanimados por la moraleja de fe y de valor que contiene, y
por el concepto de que “Ciertas clases de fracaso valen mucho más que
el triunfo”.
El lector ya conoce la historia de los Tres Reyes Magos que viajaron desde
remotas tierras para presentar sus ofrendas en el pesebre de Belén. Pero, ¿ha
oído la historia del cuarto Rey Mago, que también vio la estrella y la siguió,
aunque no pudo llegar a tiempo? Aquí he de relatar las andanzas de aquel
peregrino que, a pesar de haberle sido negado la realización de su mayor
anhelo, encontró el éxito en esa negativa.
Contare la historia guiándome por los fragmentos que oí en el Vestíbulo de los
Sueños, en el Palacio del Corazón del Hombre.
Por los días en que César Augusto, era señor de muchos reyes y Herodes
reinaba en Jerusalén, un tal Artabán el Medo vivía en la ciudad de Ecbatana,
entre las montañas de Persia. Desde la azotea de su casa alcanzaba a ver,
sobre las elevadas almenas de las siete murallas que rodeaban el tesoro real,
la montaña donde el palacio de verano de los emperadores partos lucía como
una joya en una corona.
En torno a la morada de Artabán se extendía un hermoso jardín bañado por
arroyos que descendían de las faldas del monte Orontes y donde las aves,
innumerables, hacían oír su canto. Pero en la dulce y aromática oscuridad de
esta noche de septiembre, sólo se oía el sonido de las aguas saltarinas.
Por encima de los árboles, una luz débil brillaba a través de los arcos
encortinados de la cámara superior, donde el señor de la casa celebraba
consejo con sus amigos.
Artabán contaba unos 40 años, su pelo era negro, su mirada brillante y sus
labios delgados y de líneas firmes. Tenía el rostro de un soñador y la boca de
un soldado, indicios de su gran sensibilidad y de la firmeza de su carácter.
Vestía túnica de seda, manta de lana blanca y gorra del mismo color. Tal era el
hábito de la antigua hermandad de los magos, denominados los Adoradores
del Fuego.
-¡Bienvenidos! – exclamaba a medida que sus amigos entraban en la
habitación – Sed bienvenidos y que el placer de vuestra presencia ilumine esta
casa.
Los reunidos eran nueve, de diferentes edades, pero iguales en la riqueza de
su vestimenta. Llevaban un grueso collar de oro que los distinguía como partos
de la nobleza, y un medallón del mismo metal, emblema de los sectarios de
Zoroastro. Se ubicaron en torno de un pequeño altar negro donde ardía una
llama diminuta. Artabán, de pie junto al ara, alimentaba el fuego con ramitas de
abeto seco y aceites fragantes. Luego, al iniciar el arcaico canto, se unió a su
voz la de sus compañeros entonando el hermoso himno a Ahura Mazda:
Adoramos al Espíritu Divino, poseedor de toda bondad y sabiduría……
El himno parecía avivar el fuego, que llego a iluminar toda la habitación….
Como cumple a la residencia de un hombre, el salón ofrecía una exuberante
ornamentación oriental que expresaba el carácter y el espíritu de su señor.
Al terminar el himno, Artabán invito a sus amigos a tomar asiento y comentó:
-Habéis acudido a mi llamado, como fieles discípulos de Zoroastro, a fin de
renovar vuestra devoción y fe en el Dios de la Pureza, de igual modo que este
fuego se ha avivado en el altar. Porque el fuego es la más pura de todas las
cosas creadas lo hemos elegido como el símbolo de Aquel. Este fuego nos
habla de quien es la Luz y la Verdad. ¿No es así, padre mío?
-Has dicho bien, hijo mío – repuso el Venerable Abgarus - , Los ilustrados
jamás son idolatras, pues descorren el velo de las formas para penetrar en el
santuario de la verdad.
-Oídme, pues padre mío, y vosotros, amigos. Juntos hemos estudiado los
secretos de la naturaleza y las virtudes ocultas del agua, del fuego y de las
plantas. También hemos leído los libros de las profecías. Pero la más elevada
de las ciencias es el conocimiento de las estrellas, y seguir su curso equivale a
descifrar los misterios de la vida. Pero, ¿nuestro conocimiento de ellas no es
aun incompleto? ¿No hay todavía muchas más estrellas más allá de nuestro
horizonte? ¿Luces conocidas sólo por los habitantes de las lejanas tierras del
Sur?
Se alzo en la sala un murmullo de asentamiento.
-Las estrellas constituyen los pensamientos del Eterno – observó Tigranes- Son
incontables. La máxima sabiduría en la Tierra es la de los Magos porque están
conscientes de su ignorancia. Y allí reside el secreto de su poder. Mantenemos
a los hombres en constante busca de un nuevo amanecer, pero nosotros
sabemos que las tinieblas son iguales a la Luz y que el conflicto entre esta y
aquellas jamás terminará.
-Esa teoría no me satisface- replico Artabán-, porque si la espera es eterna, el
mirar y aguardar no seria muestra de sabiduría. El nuevo amanecer sin duda
llegara en el tiempo señalado. ¿No afirman nuestros libros que los hombres
verán el resplandor de una nueva luz?
- Es verdad – terció Abgarus – todo fiel discípulo de Zoroastro conoce la
profecía: “Ese día, Sosioh el Victorioso se alzara de entre los profetas y a su
alrededor brillara un gran resplandor. El convertirá la vida en eterna,
incorruptible e inmortal, y los muertos volverán a levantarse.”
- Padre mío – dijo entonces Artabán, con el rostro iluminado – yo he llevado
esta profecía en mi corazón. La religión que no abriga una gran esperanza es
como un altar donde no arde un fuego vivo. Y ahora os diré que, a la luz de su
llama, he leído otras palabras que hablan de esto aun con mas claridad –
mostró dos rollos de lino que tenían algo escrito -: Mucho tiempo antes de
nuestros ancestros llegaran a las tierras de Babilonia, ya existían sabios en
Caldea, de los cuales los primeros magos aprendieron el secreto de los cielos.
Y de ellos, Balaam fue uno de los más poderosos. Atended a las palabras de
su vaticinio: “De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel”
-Judá vivió cautivo a orillas de los ríos de Babilonia – repuso Tigranes con
desden – y los hijos de Jacob eran esclavos de nuestros reyes. Las tribus de
Israel se hallan esparcidas entre las montañas, como otras tantas ovejas
extraviadas. Del resto, que vive en Judea bajo el yugo de Roma, no se alzara
estrella ni cetro alguno.
- Aun así – replico Artabán – fue el hebreo Daniel, el gran estudioso de los
sueños, el sabio Beltsassar, el hombre mas honrado y querido de nuestro gran
rey Ciro. Profeta infalible y lector de los pensamientos del Todopoderoso,
Daniel demostró su valía ante nuestro pueblo y escribió: “Entiende y
comprende: Desde el instante en que salio la orden de volver a construir
Jerusalén, hasta un Príncipe Mesías, siete semanas y sesenta y dos semanas”
- Pero, hijo mío, - objeto Abgarus – esos son números místicos.¿Quien será
capaz de desentrañar su sentido?
Artaban contestó:
- Con mis compañeros magos Gaspar, Melchor y Baltasar he examinado
las antiguas tablas de Caldea y calculado el tiempo. El día llegará este
año. Hemos observado el firmamento, y durante esta primavera vimos
que dos de las estrellas mayores se acercaban para formar la señal del
pez, que representa a la tribu de los hebreos.
- Vimos también una nueva estrella, que brilló durante una noche y se
desvaneció. Ahora, los dos grandes planetas se están aproximando de
nuevo. Esta noche es la de su conjunción. En el antiguo Templo de las
Siete Esferas, en Borsippa, en Babilonia, mis tres compañeros se
encuentran observando y yo estoy haciendo lo mismo, pero aquí. Si la
estrella vuelve a brillar, dentro de diez días emprenderemos juntos el
camino a Jerusalén para ver y adorar al ungido que vendrá al mundo
como Rey de Israel. Estoy seguro de que el signo llegará y tengo todo
dispuesto para mi viaje. He vendido mi casa y mis propiedades y
comprado estas tres joyas: Un zafiro, un rubí y una perla para
entregársela al rey como tributo.
- Os invito a que me acompañéis en este peregrinaje para que recibamos
al Príncipe todos juntos.
Artabán les mostró las tres grandes gemas: una azul como el cielo; otra, más
roja que el rayo del alba; y la última, tan pura como la nieve.
Pero sus amigos lo miraban con indiferencia y extrañados, como quien ha oído
relatos increíbles, o alguna propuesta para realizar una empresa imposible.
Por fin Tigranes habló:
- Tu sueño es vano, es el resultado de haber pasado demasiado tiempo
contemplando las estrellas y cultivando pensamientos elevados. Ningún
rey surgirá de la desmembrada raza de Israel y nadie podrá incorporarse
jamás a la eterna batalla entre las tinieblas y la luz. Quien espere tal
cosa, no hace sino perseguir una sombra. Adiós.
Así, cada uno de los presentes rehusó participar en la búsqueda y desearon a
su anfitrión, buena suerte. Sin embargo, Abgarus, el más anciano, permaneció
hasta que los demás se hubiesen marchado, y comento:
- Hijo mío, quizás la luz de la verdad resplandezca en este signo
aparecido en los cielos; o tal vez no sea sino la sombra que dijo
Tigranes. Pero más vale ir tras la sombra de algo mejor que darse
satisfecho con lo peor. Quienes anhelan ver prodigios, deben estar
prontos a viajar solos. Estoy demasiado viejo para emprender una
jornada semejante, pero mi corazón os acompañara en vuestro
peregrinaje día y noche. Id en paz.
Así pues, Artabán quedó a solas en la habitación cuya bóveda aparecía
cuajada de estrellas. Durante largo rato estuvo contemplando la llama que se
consumía en el altar y luego se dirigió a la terraza.
El temblor de la tierra antes de que esta despierte de su sueño nocturno había
comenzado, y la fresca brisa que anuncia el amanecer bajaba desde el monte
Orontes. Se oía el trino de las aves que empezaban a despertar, y de los
emparrados subía el aroma de la vid ya madura.
A lo lejos, la neblina cubría la pradera oriental, y en el horizonte occidental
zigzagueaban los picos de la sierra de Zagros. El cielo estaba limpio. Júpiter y
Saturno giraban juntos.
De pronto, Artabán descubrió en la oscuridad una luz celeste que cambio su
color a rojo y tomó la forma de una esfera. Luego, dicha luz se elevo en espiral
y tornóse en un punto de albo resplandor que, diminuto y muy remoto, rutilaba
en la bóveda del firmamento.
Artabán inclino la cabeza…… Esta es la señal, pensó…. Ya viene el Rey, y
yo partiré a su encuentro.
En las aguas de Babilonia
Vazda, la yegua más veloz de Artabán, estaba esperando, ensillada y
aparejada en la caballeriza, piafando con impaciencia. Antes que los pájaros se
hubiesen despertado por completo para dar principio a su agudo y jubiloso
cantar matutino, antes que la neblina hubiese comenzado a levantarse
perezosamente de la pradera, el mago se montaba sobre la silla y cabalgaba
hacia el Oeste por el camino que recorría las faldas del monte Orentes.
¡Cuan estrecha e intima es la camarería que en toda larga jornada une a un
hombre con su caballo predilecto!
Hombre y bestia beben de la misma fuente a la vera del camino, duermen al
amparo de las mismas estrellas, el amo comparte su comida con su hambriento
compañero y siente que acarician la palma de su mano los belfos suaves del
animal. Al amanecer despierta gracias al soplo de una calida y dulce
respiración sobre su faz soñolienta, y al abrir los ojos, ve los de su fiel
compañero de viaje, que se muestra preparado para iniciar el trabajo del día.
Así, los ligeros cascos van tocando su animosa música a lo largo de la senda,
al ritmo de los agitados corazones.
Artabán, debía cabalgar hábil y prudentemente para reunirse con los otros tres
magos a la hora señalada. La ruta media 150 parasangas, y 15 era la mayor
distancia que podía cubrir en un día. Pero el jinete avanzaba sin inquietud,
salvando la distancia fijada para cada día, si bien había de viajar hasta entrada
la noche y reanudar su marcha antes que apareciera el Sol.
Pasó a lo largo de las oscuras faldas del monte Orontes, surcadas por el
camino pedregoso de un centenar de torrentes.
Atravesó Campos Niseamos, donde sus famosas manadas de caballos, que
estaban pastando en los anchurosos prados, sacudían la cabeza al sentir
aproximarse a Vazda y se alejaban al galope. Las bandadas de aves silvestres
levantaban el vuelo desde las cenagosas praderas revoloteando en grandes
círculos.
Artabán cruzó los campos fértiles de Concabar. La trilla del grano arrojaba al
aire una dorada neblina que ocultaba a medias el vasto Templo de Astarté de
400 pilares.
En Bagistán, entre los esplendidos jardines, el peregrino alzó su mirada hacia
el escarpado pico de la montaña. Creía ver la figura del rey Darío, pisoteando a
sus enemigos vencidos, y tallada en la elevada faz del eterno farallón, la
orgullosa lista de sus guerras y conquistas.
Recorriendo desfiladeros fríos y desolados, arrastrándose dificultosamente por
entre las montañas, bajando un buen numero de oscuras cañadas, donde el rió
corría frente a él; cruzando valles con terrazas de calizas amarillas cargadas de
vides y árboles frutales; pasando a través de los bosques de encina de Carina
y los oscuros portales de Zagros; salvando anchos arrozales donde los vapores
otoñales esparcían sus mortíferas neblinas; siguiendo el río Gindes, bajo las
trémulas sombras de álamos y tamarindos, y saliendo a la meseta llana donde
el corría derecho, por entre los campos de rastrojos y praderas resecas, a
través de las corrientes ondulantes del Tigres y de los muchos canales del
Eufrates, Artabán siguió adelante hasta llegar, al anochecer del décimo día, al
pie de las destrozadas murallas de Babilonia.
Hubiera entrado en la ciudad, en busca de descanso y refrigerio para él y su
bestia, pero le quedaban tres horas de camino hasta el Templo de las Siete
Esferas, a donde debía llegar a la media noche para encontrar a sus tres
compañeros.
Así pues, continúo la marcha.
La yegua disminuyo su paso al llegar a la sombra que echaba un bosquecillo
de datileras sobre un campo de rastrojos.
El huerto resultaba tan cerrado y silencioso como una tumba; allí no se agitaba
una hoja ni se oía el trino de un pájaro. Vazda presentía algún peligro o
dificultad. Dejo escapar al fin un rápido relincho de ansiedad y desaliento, y se
quedo inmóvil delante de una masa oscura que yacía a la sombra de la última
palmera.
Artabán desmontó. La luz tenue dejaba ver a un hombre tendido en medio del
camino, uno de los muchos exiliados hebreos que todavía habitaban la región.
Por su piel, seca y amarilla se adivinaba que padecía la fiebre mortífera que por
otoño hacía estragos en las ciénegas. Su mano denunciaba el frió de la muerte.
Artabán se volvió a otro lado invadido de tristeza, consignando el cadáver al
entierro que los magos juzgan más digno: el funeral del desierto, tras del cual
los milanos y los buitres se levantan agitando sus negras alas y se alejan sin
dejar más que una pila de huesos entre la arena. Mas al volverse, oyó un
suspiro mortal que escapaba del desdichado, mientras sus huesudos dedos se
aferraban al borde del manto del viajero.
Sintió que su espíritu se estremecía y vacilaba. ¿Qué derecho asistía a aquel
desconocido para esperar algún servicio de Artabán?
Si no llegaba a Borsippa a la hora convenida, sus compañeros partirían sin él.
¿Debía hacer a un lado su propósito de seguir en pos de la estrella y arriesgar
la recompensa que obtendría su fe divina, solo por unos sorbos de agua a
aquel moribundo?
“Oh, Dios de la verdad y la pureza, indícame el camino sagrado, la senda de la
sabiduría que solo Tú conoces”
En seguida se acerco al enfermo y lo llevo hasta el pie de la palmera. De uno
de los canales cercanos, trajo un poco de agua para humedecer la frente y los
labios del desdichado. Mezclo en el líquido unas gotas de esos sencillos y
eficiente remedios que llevaba en el cíngulo (pues los magos eran tan hábiles
médicos como astrólogos) y le dio la medicina al moribundo. Hora tras hora,
estuvo luchando por ayudarlo a recobrarse y, por fin, cuando el hombre se
sintió mejor, se incorporo y miro a su alrededor.
- ¿Quien eres? – inquirió.
- Soy el mago Artabán. Me dirijo a Jerusalén, en busca de quien habrá de
venir al mundo para ser el Salvador de toda la humanidad. El tiempo me
apremia, ya no puedo demorarme mas, aquí tienes todo lo que me resta
de pan y vino, además una poción de hierbas medicinales. Cuando
recuperes las energías, podrás encontrar las viviendas de los hebreos
entre las casas de Babilonia.
- Quiera el Dios de Abrahán. Isaac y Jacob, bendecir y dar éxito al viaje
de quien tiene misericordia. Nada tengo que darte a cambio aparte de
este conocimiento: nuestros profetas afirman que el Mesías nacerá en
Belén de Juda, y no en Jerusalén. Que el Señor te lleve hasta ese lugar
a salvo y en paz.
Pasada ya la media noche y recobradas las energías, Vazda volaba sobre el
suelo como una gacela.
Cuando llegaba a la última etapa de su jornada y el primer rayo del Sol tendía
la sombra de la yegua, que se adelantaba en la carrera, Artabán recorrió con
su mirada el monte de Nimrod y el Templo de las Siete Esferas sin descubrir a
sus amigos.
Al galope, el peregrino rodeó el monte cuyas terrazas de ladrillos multicolores
se hallaban en ruinas. Se apeó luego y trepo hasta lo más alto de los terrazgos
dirigiendo su vista hacia el oeste. La desolación de las ciénegas se extendía
hasta el horizonte. Los avetoros se posaban a orillas de las charcas
estancadas y los chacales se escurrían acechando; pero no se divisaba la
caravana de los tres reyes magos.
Artabán encontró bajo un montecillo de ladrillos rotos un jirón de pergamino
que decía “No podemos demorarnos más. Partimos al encuentro del Rey.
Síguenos a través del desierto”.
…Se sentó entonces en el suelo y se tomó la cabeza desesperado……….
¿Cómo podré atravesar el desierto sin comestibles y con un caballo
agotado? Debo regresar a Babilonia, vender mi zafiro y comprar camellos
y provisiones para el viaje. Solo Dios misericordioso puede decir si no
veré al Rey por haberme atrasado con el fin de hacer una merced.
Por amor a un niño.
Se había hecho el silencio en el Vestíbulo de los Sueños. Y en este silencio yo
veía la figura del otro rey mago cruzar el desierto sobre su camello que,
avanzando y avanzando, se mecía con regularidad como un barco sobre las
olas.
La región de la muerte extendía su red de crueldad en torno al viajero. Las
pedregosas soledades no brindaban mas fruto que zarzas y espinas. Ante
Artebán se alzaban las sierras áridas e inhóspitas, surcadas por los canales
resecos. A lo largo del horizonte aparecían colinas de arena traicioneras cual
otras tantas tumbas. Durante el día, el calor abrasador hacía sentir su peso
intolerable sobre el aire trémulo y ninguna criatura viviente se movía, salvo
diminutos jerbos que se escurrían por entre los marchitos matorrales, o
lagartijas que desaparecían entre los resquicios de las piedras. Por la noche,
los chacales rondaban, aullando a lo lejos mientras un frió penetrante y
agotador seguía a la fiebre del día.
A pesar de las temperaturas extremas, el mago continuaba adelante.
Avisté luego los jardines y huertos de Damasco, irrigados por los ríos de Abana
y Farpar, y sus extensiones de césped con botones en flor. Vi la extensa y
nevada loma del monte Hermón, los oscuros bosquecillos de cedros, el valle
del Jordán, las azules aguas del lago de galilea y, más allá, las tierras altas de
Judá.
La figura del mago avanzaba sin descanso a través de todo aquello. Por fin
llego a Belén, fatigado pero henchido de esperanzas, con sus dos joyas para
ofrecérselas al Rey.
Ahora, se decía, lo encontraré. No importa que sea solo y después que
mis hermanos.
Las calles de la aldea parecían estar desiertas. Por la puerta abierta de una
casucha de piedra, Artebán alcanzaba a oír el canto suave de una mujer. Entro
en la vivienda y hallo a una joven madre arrullando a su hijo. Ella le relato sobre
los forasteros que llegaron al villorrio tres días antes. Estos peregrinos, según
dijeron, venían desde Oriente guiados por una estrella que los llevo al sitio
donde José de Nazaret se alojaba con Maria, su esposa, y con su hijo recién
nacido, Jesús. Allí le rindieron homenaje al niño depositando ante sus pies
ofrendas de oro, incienso y mirra.
- Pero los viajeros – agregó la mujer – desaparecieron repentinamente. Lo
extraño de su visita nos infundió temor. La familia de Nazaret huyo en
secreto aquella misma noche, y se murmuraba que iba hasta Egipto.
Desde entonces, una influencia maligna se cierne sobre la aldea. Se
comenta que vendrán soldados romanos con el fin de imponernos un
nuevo tributo. Los hombres se han ido a ocultar con sus rebaños a las
montañas.
El pequeño que la mujer sostenía en brazos alzó los ojos al rostro de Artebán y
le sonrió mientras alargaba hacia el sus manitas. Al tocarlas, el mago se sintió
reconfortado ¿No podría este niño haber sido el Príncipe prometido?, se
preguntaba acariciando la mejilla suave del niño. Ha habido Reyes que
nacieron en viviendas mas humildes que esta; el favorito de las estrellas
podría incluso nacer en una choza. Pero, el Dios de la Sabiduría no ha
querido sastifascer mi pesquisa tan fácilmente. El que busco ya ha
partido y ahora tendré que seguirlo hasta Egipto.
La joven madre acostó al niño en su cuna y le sirvió de comer al singular
huésped que el destino habría traído a su casa. Le brindo de buen agrado su
sencilla comida que era rica en alivio para el alma y el cuerpo. Mientras
Artabán comía, el niño cayó en un apacible sueño.
De pronto, el ruido de una violenta confusión en las calles llegó hasta ellos.
Entre los llantos de las mujeres y el estruendo de unas trompetas, se oyó un
grito desesperado:
- ¡Vienen soldados! ¡Son los soldados de Herodes! Están matando a
nuestros hijos!
Pálida de terror, la joven madre se agazapó en el rincón más oscuro de la pieza
y envolvió a su hijo en los pliegues de su manto. Artabán se dirigió al umbral de
la casucha y allí se quedó. Sus anchos hombros cubrían totalmente el hueco
de la entrada.
Los soldados con sus manos y espadas ensangrentadas se detuvieron
vacilante frente a aquel desconocido de imponente vestiduras. El capitán se
adelanto con el propósito de apartar al intruso que se mostraba tan tranquilo
como si estuviera contemplado las estrellas. Artabán detuvo con suave firmeza
al soldado y declaro con voz baja:
- Estoy solo en esta casa, esperando entregar esta joya al prudente
capitán que me deje en paz.
Y le mostró el rubí, que brillaba en la palma de su mano como una enorme gota
de sangre. El capitán, maravillado ante el esplendor de la joya y con las pupilas
dilatadas por la codicia, tomó el rubí.
- ¡Seguid adelante! – Ordeno a sus soldados - ¡Aquí no hay ningún niño!
Mientras el clamor y el fragor de las armas se alejaban calle abajo, Artebán
volvió el rostro hacia el Oriente y oró: “Dios de la Verdad, ¡Perdona mi pecado!
He mentido para salvar la vida de este niño, y me he desprendido de otra de
mis ofrendas. He gastado a favor del hombre lo que estaba destinado a Dios.
¿Seré digno de contemplar el rostro del Rey!”
La mujer, que lloraba de gozo en las sombras, le dijo dulcemente:
- Yahvé te bendiga y te guarde; ilumine Yahvé su rostro sobre ti y te sea
propicio; Yahvé te muestre su rostro y te conceda la paz.
La senda del dolor
En el Vestíbulo de los Sueños reinaba nuevamente el silencio, y comprendí
que, bajo aquella honda y misteriosa quietud, los años de vida de Artebán
corrían con bastante rapidez.
De vez en cuando lograba divisarlo entre las multitudes del Egipto populoso
buscando indicios de la familia que había venido desde Belén, descubriendo
trazas bajo los frondosos sicomoros de Heliópolis y al pie de de las murallas de
la fortaleza romana de la Nueva Babilonia, que se alzaba a orillas del Nilo.
Pero eran rastros tan tenues y vagos que se desvanecían continuamente,
como las pisadas que por un momento dejan huellas en las duras arenas de los
ríos y desaparecen luego.
Lo volví a ver al pie de las pirámides. Lo vi levantar la mirada hacia la enorme
faz de la esfinge agazapada y tratar de descifrar el sentido de aquella sonrisa.
¿Significaba, realmente, que la esfinge hacia mofa de todo esfuerzo y
aspiración de una búsqueda que jamás se verá satisfecha? ¿O acaso mostraba
una nota de aliento, una promesa de que hasta el vencido alcanzara la victoria,
el ciego la vista y el caminante refugio?
Una vez más lo vi en una oscura morada de Alejandría, solicitando el consejo
de un rabino hebreo. El Venerable anciano, inclinado sobre los rollos de
pergamino, leía en voz alta las profecías que vaticinaban los sufrimientos del
Mesías prometido: despreciable y desecho de hombres, varón de dolores.
- Y recuerda, hijo mió – vaticinó que al Rey a quien buscas no lo hallaras
en un palacio rodeado de riquezas. La Luz que el mundo espera es una
Luz nueva, es la gloria que se alzará de un paciente y victorioso
sufrimiento. Es un nuevo reino con la realeza de un amor perfecto e
invencible. Ignoro cómo será y cómo los soberanos y pueblos de la
Tierra reconocerán al Mesías. Pero si sé que quienes lo buscan harán
bien en indagar entre los humildes y los pobres, entre los que sufren y
los oprimidos.
Así divisé repetidas veces al otro rey mago, viajando y buscando por entre
el pueblo de la dispersión, con el cual la familia de Belén quizás hubiese
encontrado refugio.
Atravesó países donde reinaba el hambre y los pobres lloraban por falta de
pan. Moraba en ciudades victimas de la peste, en las que los enfermos
languidecían en la miseria. Iba a visitar a los oprimidos en las prisiones
subterráneas, en los mercados de esclavos, en las galeras donde
trabajaban hasta el agotamiento. En todo aquel populoso e intricado mundo
de angustias, Artabán no halló a quien rendir adoración, pero encontró a
muchos a quien ayudar. Le daba de comer al hambriento, curaba a los
enfermos y consolaba a los cautivos. Así sus años corrían veloces.
Parecía que había olvidado su pesquisa. Pero en cierta ocasión lo vi por un
momento, a solas a la hora del alba, esperando a la puerta de una prisión
romana. Sacó la última de sus joyas que le quedaba. Mientras la miraba,
una luz tenue e iridiscente, rica en cambiantes haces de celeste y rosa,
temblaba en la superficie de la perla. Parecía haber absorbido los colores
del zafiro y del rubí. De este modo, el propósito secreto de una noble
existencia atrae los recuerdos de alegrías y aflicciones pasadas y se torna
mas brillante y valioso cuando mayor es mayor el tiempo que se guarda.
Luego, yo pensaba en aquella perla, oí por fin la conclusión de la historia
del otro rey mago.
Una perla de incalculable valor.
Habían transcurrido 33 años desde el día en que Arcabán inició su
búsqueda. Su cabello cano y sus ojos, que antes resplandecían como el
fuego, eran rescoldos entre cenizas. Fatigado y pronto a morir, había
venido por última vez a Jerusalén en busca del Rey. Había visitado a
menudo la ciudad santa, registrado sus callejas, sus tugurios y cárceles sin
descubrir rastro de la familia que había huido de Belén tiempo atrás. Pero
ahora le parecía que era su deber hacer un nuevo esfuerzo.
Los hijos de Israel, diseminados por las tierras más lejanas del mundo,
habían regresado al Templo para asistir a la solemne fiesta de Pascua.
Los forasteros atestaban la ciudad y en este día se observaba una singular
agitación. El firmamento se mostraba velado por una lobreguez portentosa,
y una corriente de emoción parecía sacudir a la muchedumbre. El rumor
suave y denso de millares de pies al arrastrarse por el suelo de piedra, iba y
venía sin cesar a lo largo de la calle que conduce a la puerta de Damasco.
Al ver Artabán a un grupo de judíos partos, les pregunto a donde se dirigían.
- Al Gólgota, a extramuros de la ciudad – le contestaron - ¿No te has
enterado? Van a crucificar a dos ladrones, y con ellos a un hombre
llamado Jesús de Nazaret, quien ha obrado muchos prodigios entre el
pueblo. Pero los sacerdotes y los mayores dicen que él también debe
morir por haberse hecho pasar por el Hijo de Dios. Y Pilatos ha
ordenado que lo crucifiquen porque dice ser el Rey de los Judíos.
¡Que extraño efecto hicieron estas palabras en el fatigado corazón de
Artabán! Había recorrido mar y tierra durante toda una vida. ¿Seria posible
que se tratara de la misma persona cuyo nacimiento se anunciara con la
aparición de una estrella? ¿El mismo del que habían hablado los profetas?
El corazón de Artabán latía agitado por las emociones.
Los caminos de Dios son más singulares que los pensamientos de los
hombres; pensó. Tal vez, por fin, daré con el Rey, aunque sea en manos de
sus enemigos. Y quizá llegue a tiempo para ofrecer mi perla por su rescate
antes de que El muera.
Así pues, el anciano peregrino fue detrás de la multitud hacia la puerta de
Damasco. Pero al llegar a la entrada del cuartel, vio como un grupo de
soldados macedonios arrastraba a una joven. La muchacha distinguió su
gorra blanca y el medallón que lucia en el pecho y escapándose de las
manos de sus verdugos se arrojo a los pies del otro rey mago.
- ¡Apiádate de mí! – clamó la joven- ¡Sálvame por el amor del Dios de la
Pureza! Mi padre era mercader en Partía, pero ha muerto, y me han
prendido para venderme como esclava en pago de sus deudas.
¡Sálvame!
Artabán se estremeció. En su alma se desataba el mismo viejo conflicto
entre la esperanza de su fe y el impulso que dictaba el amor.
Por dos veces, la ofrenda que consagrara a la religión la había dado en
servicio de la humanidad: en el palmar, cerca de Babilonia, y en la choza de
Belén. Esta era la tercera vez que se le ponía a prueba.
¿Seria esta su gloriosa oportunidad o su ultima tentación? No podía decirlo.
Solo de una cosa estaba seguro: El salvar a la muchacha seria un
verdadero acto de amor. ¿Y no es acaso el amor la luz del alma?
Sacó la perla que llevaba junto a su pecho; nunca le había parecido tan
luminosa y la puso en la mano de la joven esclava.
- Toma, hija mía, aquí tienes tu rescate..……El ultimo de mis tesoros que
aguardaba para el Rey.
Mientras Artabán hablaba, la oscuridad se había hecho mas densa y fuertes
temblores sacudían la Tierra. Las paredes de las casas vacilaban, sus
piedras caían destrozadas y nubes de polvo henchían el aire.
Los soldados aterrorizados, huyeron. Pero el mago y la muchacha
permanecían, agazapados e impotentes, al pie de los muros del Pretorio.
¿Qué tenia él ya que perder? ¿Qué razón le quedaba para vivir?
Se había desprendido de su postrera esperanza de encontrar al Rey. Su
busca había terminado, y había terminado en fracaso. Pero aun este
pensamiento, que aceptaba y acogía le traía paz. No era resignación.
Sentía que todo estaba bien, por que día a día había sido fiel a la Luz que
se le había otorgado y si el fracaso era cuanto había alcanzado, sin duda
era por ser este lo mejor. Si pudiera volver a hacer su vida, no podría ser de
otra suerte.
Una nueva y prolongada sacudida de la Tierra arrancó una pesada losa del
techo que golpeó al anciano en la sien. Quedo tendido y la sangre manaba
de su herida. La joven se inclino sobre él, temerosa de que hubiera muerto.
Se oyó una voz que llego a través del crepúsculo, pero la muchacha no
alcanzo a entender lo que decía.
Los labios del anciano se movieron como respondiendo, y la joven esclava
le oyó decir en la lengua de Partia: “Señor, ¿Cuando te vimos hambriento,
te dimos de comer; o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos
enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? Durante treinta y tres años te
busqué, pero jamás he llegado a contemplar tu rostro, ni venido en tu
auxilio, Rey Mió”.
Artabán calló y aquella dulce voz se hizo oír de nuevo, muy tenue y a lo
lejos. Pero al parecer esta vez, la joven también comprendió sus palabras:
“En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos
míos mas pequeños, a mi me lo hicisteis”
Una expresión de radiante calma, gozo y maravilla, ilumino el semblante de
Artabán. Escapó de sus labios un largo y ultimo suspiro de alivio. Su
peregrinaje había concluido y sus ofrendas habían sido aceptadas.
El otro rey mago había encontrado al Rey……………

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