domingo, 31 de mayo de 2009

LA ISLA MÁGICA

La Isla Mágica, por Sabas Martín



 

 

Decir que San Borondón es una isla mágica es adentrarnos en el territorio de los sueños, en la geografía de los visionarios, en el lugar de los elegidos. Ello se deriva, por supuesto, del carácter esquivo, volátil, intangible, quimérico, en suma, de un pedazo de tierra, emergente sobre el Atlántico y bajo sus aguas fugitivo, cuya verdadera naturaleza aún hoy sigue perteneciendo al ámbito de lo misterioso e inexplicable. La Isla de San Borodón, muy especialmente para los canarios, es patrimonio de la utopía.

El enigmático Honorius Solitarius, en un remoto códice que bautizó con el título de Crónica, advertía ya de lo inaprensible de su condición: La Isla Perdida se encuentra por casualidad, nunca cuando se la busca. Y, si embargo, he de confesar que yo la he visto. Y por dos veces. A estas alturas, con el lento sucederse de los años, sé fehacientemente que vi la Isla. Lo que todavía no sé es si lo que sucedió después de vislumbrarla sobre el mar contra el horizonte fue una de esas ensoñaciones con que la realidad se divierte confundiendo sus límites con lo imaginario en las fronteras de los sentidos. Bien es cierto que, como quería Honorius Solitarius, las dos veces en que la vi, con testigos que pueden constatarlo, no iba en su busca y surgió ante mi mirada fruto del azar. O tal vez no. Repetiré lo que sobre esa experiencia he escrito en otro lugar.

La primera vez que descubrí la Isla de San Borondón fue en 1975. Desde Valle Gran Rey, en La Gomera, divisé la Isla sobre las aguas. Intrigado por aquella aparición, indagué entre las gentes del lugar. Tan sólo un anciano que tenía una de esas tiendas de ultramarinos en las que bebidas y viandas, lápices de colores, cuadernos escolares y toda clase de objetos diversos se acumulan en sus estantes como en un bazar inclasificable y prodigioso, explicó la aparición diciendo que se debía a la “brisa lastosa”, una suerte de bruma espesa que, entre sus características, se contaba la de que “enfebrecía a los jóvenes enturbiándoles el sentido”. Fue la única razón que pudo darme aquel anciano en cuyo rostro se amontonaban los pliegues de la memoria del tiempo. Mi esposa me acompañaba. También la vio y también fue testigo del progresivo empequeñecimiento, como si encogiera, de la Isla. Era mediatarde y a medida que las sombras fueron ganando su batalla incruenta contra las luces, San Borondón desapareció entre el vuelo torpe de fulelés enormes y el cloquido agrio de las gaviotas que llenaba el aire.

En octubre de 1979, esta vez en El Hierro, en Punta Orchilla, donde debía haber agua y nada más que agua, sólo mar y horizonte, se me reveló de nuevo. Mi mujer, que es fotógrafa, llevaba un teleobjetivo de 300 mm. entre los accesorios de su cámara. A través de él miramos. Nosotros y un amigo escritor que actuaba de guía y anfitrión. Como en una de esas malas películas de suspense en las que algo falla en el momento del clímax de la tensión, al intentar fotografiarla comprobamos que se nos había acabado el carrete de fotos. No pudimos apresar su imagen. Antes de que desapareciera por completo, distinguimos nítidamente la gran degollada entre las cimas extremas, y la abundante vegetación que allí había, delatándose por el color verde que menudeaba entre los tonos parduscos de la tierra. Años después sabría que hubo alguien que, con anterioridad a nosotros en aquella ocasión, tuvo más suerte y alcanzó a fotografiarla. La foto de la Isla aparecida en el diario madrileño ABC, el 10 de agosto, día de San Lorenzo, de 1958, lo certifica.

De todo esto, en un juego de literatura, crónica y testimonio, he dejado constancia en el capítulo titulado “Epílogo en la Isla de San Borondón” que cierra mi libro Ritos y Leyendas Guanches, cuya primera edición apareció en la madrileña editorial Miraguano en 1985. De él tomaré algunos de los datos y referencias que expondré en las líneas que han de seguir a continuación.

 

LA FAMOSA CUESTIÓN DE SAN BORONDÓN

Así, “La famosa cuestión de San Borondón”, es como alude Viera y Clavijo a las páginas que dedica a la mítica Isla en su Historia General de las Islas Canarias, aparecida por primera vez en Madrid, en la Imprenta de Blas Román sita en la Plazuela de Santa Catalina de los Donados, en 1772. Allí, el “Arcediano que tenía la sonrisa de Voltaire”, como se le ha llamado, retratándolo, a nuestro ilustrado, allí, en su Historia, digo, el erudito canario impregnado de la certeza de la razón y del espíritu científico predominante del Siglo de las Luces, abordaba varios y diferentes aspectos relativos a la Isla prodigiosa, intentando despejar con su aproximación metódica las dudas e incertidumbres que envuelven las nieblas de su origen y su naturaleza. Un empeño sin éxito, a mi entender. El propio Viera, empírico y descreído, no acaba de pronunciarse. Porque la Isla de San Borondón ha seguido manifestándose escurridiza e inasible, ajena a los parámetros que quieren adscribir su fantástica condición a los dominios racionales.

Después de aquella lectura comprobé que el capítulo de Viera y Clavijo referente a la Isla de San Borondón debía mucho a los capítulos finales de la Historia de la conquista de las siete Islas Canarias, de Fray Juan Abreu Galindo, otro de los grandes relatores que se han sumergido en nuestro pasado insular, y cuya obra editó Alejandro Cioranescu en Santa Cruz de Tenerife en 1955. Pero tanto Viera y Clavijo como Abreu Galindo, no fueron los únicos que se sintieron atraídos por el enigma de la Isla Ballena. La fascinación venía de antes. Ya Ptolomeo, en el siglo II, en vida de Marco Antonio, daba noticia de una isla mágica a la que llamó “Aprósitus” o “Inaccesible”. Una isla que en los artículos de paz del Tratado de Évora, entre Portugal y España, recibía el nombre de “Non Trubada” o “Encubierta”. Una isla que desde el año 530 de la Era Cristiana figuró en todas las mentes y todas las rutas de los arriesgados nautas que pretendían descubrir las últimas tierras occidentales. Una isla, en suma, y un misterio, por el que Aristóteles con su legendaria Atlántida, o Teofrasto, Torcuato Tasso y tantos otros, sintieron la misma fascinación que sigue suscitando siglos después.

Y es que San Borondón forma parte de ese antiguo empeño humano por encontrar el Paraíso, durante mucho tiempo situado en fabulosas islas atlánticas, y que Colón, en su Diario, y los Cronistas de Indias, con sus relatos del Nuevo Mundo, se encargaron de avivar, excitando la imaginación hasta convertirla en territorio propicio para los mitos. El ser humano siempre ha soñado con tierras a donde la muerte no llegara o lo hiciese muy lenta y tardíamente. Ello se debe, al decir de los filósofos, a que a diferencia de las bestias, el hombre es consciente de su finitud, de su condición vulnerable de criatura herida por el tiempo. De ahí que para encubrir, mitigar e incluso olvidar esa naturaleza originaria de ser mortal, los hombres se hayan empeñado en imaginar territorios intactos, libres del dolor y la enfermedad, y en los que la pobreza, la fatiga o la vejez sólo fuesen un rumor desconocido. Poetas, artistas y sacerdotes, como propagadores de mitos y creadores de leyendas que son, cada uno a su manera y con propósitos diversos, se han encargado desde siempre de fomentar las imágenes soñadas de la tierra feliz donde la felicidad fuese eterna. Luego, los hombres quisieron hacer realidad sueños e imágenes, visiones y anhelos, y entonces fue cuando surcaron los mares, navegando entre las brumas del océano y los celajes del horizonte. Entonces fue cuando en los mapas aparecieron los dibujos de contornos imprecisos, los nombres maravillosos y remotos.

Canarias, como bien sabemos, ha sido en la edad del tiempo uno de esos territorios intactos, asombro de navegantes y visión de iluminados, donde han fecundado mitos y leyendas. Jardín de las Hespérides, Campos Elíseos, vestigio de la Atlántida, Islas Afortunadas, Tierra de las Górgades, estancia y paradero de descendientes de Noé... Frente a las sombras y sus abismos, los antiguos quisieron ver en nuestro Archipiélago la claridad del goce y sus destellos. ¿Qué de extraño habría, pues, que en sus latitudes, en el extremo del mundo conocido, germinara otro espejismo con forma de Isla Fantasma?

 

LA LEYENDA DE SAN BRANDÁN Y SAN MACLOVIO

Generalmente se acepta que el enigma de la Isla de San Borondón entronca con un imaginario que nos remite a la mitología celta, más concretamente a la Leyenda de San Brandán y San Maclovio. El propio nombre de la Isla se quiere hacer derivar del nombre del santo tras un proceso fonético deformativo que pasaría de Brandán o Blandán a Barandán y, de ahí, haciendo oclusivas las vocales, a Borondón. Sea como fuere, lo cierto es que en esa Leyenda encontramos el viejo e inagotable impulso de la búsqueda del Paraíso.
Fue un ermitaño llamado Barinthus quien le habló a su primo San Brandán de la existencia de un lugar edénico donde estuvo Adán el primero y donde Dios permitía a sus santos vivir después de la muerte. El propio Barinthus y su ahijado el monje Mernoc habían vagado por aquel maravilloso sitio que se encontraba más al oeste de la Isla de las Delicias. En aquella tierra abundaban las flores y los árboles frutales, y su suelo estaba pavimentado de piedras preciosas. Recorriendo el lugar, llegaron a un ancho río y, al ir a vadearlo, se les apareció un ángel que les prohibió seguir más allá. De regreso a su barco, Barinthus y Mernoc se dirigieron a la Isla de las Delicias donde quedó el monje. Barinthus volvió a Irlanda y, de camino a su monasterio, visitó a su primo Brandán y le relató su aventura.

Tan impresionado quedó San Brandán por aquello que había oído, que al día siguiente propuso a San Maclovio y catorce de sus discípulos emprender viaje en busca de la Tierra Prometida. Durante cuarenta días se prepararon para las fatigas del viaje, ayunando un día de cada tres, y aplicados a la construcción de un velero de la clase curragh, cuyos costados y cuadernas eran de mimbre recubiertos con piel de vaca curtida y corteza de roble. Almacenaron provisiones para cuarenta días, así como pieles para reemplazar las que cubrían el entramado de la nave. Bautizaron el barco con el nombre de Trinidad, levantaron un mástil en medio de la cubierta y aprestaron una vela y un timón. Entonces surcaron los mares.

Durante siete años erraron por el Atlántico. En su travesía avistaron muchas y muy extrañas islas, como la de San Albeus en donde vivían veinticuatro monjes que, excepto para cantar himnos, no pronunciaban palabra desde hacía ocho años y conversaban mediante un lenguaje de signos. Después de aprovisionarse, continuaron ruta y llegaron a otra isla cubierta de viñas que producían uvas del tamaño de manzanas y bastaba una de aquellas uvas para alimentar a un hombre durante todo un día. Y advirtieron también durante la travesía San Brandán, San Maclovio y sus monjes, una columna de cristal con una envoltura de plata o de vidrio que permanecía de pie en medio del océano. Y, asimismo, encontraron demonios, pigmeos, gatos marinos y marinas serpientes, dragones, buitres y ángeles. Y en una de tres islas volcánicas que avistaron, descubrieron a Judas sentado en una roca donde descansaba de su tormento, pues ese día era domingo. Y visitaron otra isla habitada sólo por grandes ovejas blancas. Y estuvieron en otra isla que era el Paraíso de los Pájaros, y en la que los árboles no tenían hojas, sino menudas criaturas cubiertas de plumas que se colgaban de las ramas por el pico, succionando el jugo de la corteza.

Grandes y muchos fueron los prodigios que conoció San Brandán en sus siete años de peregrinar por el mar en busca de la Tierra Prometida. Y, como Barinthus el ermitaño, y el monje Mernoc, arribó también a aquella isla que le describiera su primo. El mismo ángel le prohibió cruzar el ancho río y le invitó a volver a su barco Trinidad, llevándose él y los suyos todas las frutas y piedras preciosas que pudieron cargar. Cruzó el anillo de niebla que envolvía el lugar y retornó a Irlanda San Brandán. Y allí contó repetidas veces a sus hermanos cómo fue su aventura, dónde disfrutaron con gozo, dónde pasaron aprietos y cómo, en cuanto les hizo falta, halló dispuesto y a punto todo cuanto a Dios pidiera.

Y en su convento de Irlanda, con especial delectación relataba San Brandán a sus hermanos su estancia en la extraña isla que le decían “Aprósitus”, “Inaccesible”, “Non Trubada” y “Encubierta”, que por todos esos nombres la llamaban antes de que, al correr del tiempo, tomara del propio nombre del santo el nombre con que luego habrían de conocerla. Y así les narraba que llevaban largo tiempo navegando sin descubrir tierra, con lo que sobrevino el día de Pascua. Rogó entonces San Brandán para que les hiciese Dios la gracia de hallar algún enclave en el que poder decir misa. Oyó el Señor los votos de su siervo y dispuso que en medio del mar surgiese repentinamente una isla. Desembarcaron entonces y, a los primeros pasos que dieron por el lugar, descubrieron el cadáver de un gigante que yacía en su sepulcro. Por indicación de San Brandán resucitó San Maclovio al gigante, al que instruyeron en la religión cristiana dándole idea del misterio de la Trinidad y de las penas del infierno. Luego lo bautizaron, poniéndole por nombre Milduo, y le dieron permiso para morir de nuevo.

Erigieron los viajeros un altar y celebraron la Pascua con un oficio lleno de fervor. Cogieron para guisarla la carne que habían guardado en la nave y, en seguida, acopiaron leña para asarla. Cuando estuvo aderezada la vianda se aprestaron a comerla. Mas de pronto todos se pusieron a dar gritos, llenos de temor, porque la tierra entera temblaba y se iba alejando mucho del barco. Calmó a los monjes San Brandán, recogieron las provisiones y embarcaron de nuevo.

Aunque ya a diez leguas de distancia, desde el velero pudieron divisar con toda claridad el fuego que habían encendido sobre el suelo de aquella isla que, aprisa, iba desapareciendo. Y así, como una engañosa ballena, acabó por hundirse en el océano, dispuesta a resurgir de entre las aguas para asombro y maravilla de navegantes.



DESCRIPCIÓN FÍSICA, CARTOGRAFÍA Y RELACIÓN DE EXPEDICIONES

Asombro y maravilla, sí, los que aquella Isla, engañosa como una ballena, hace alentar en la Leyenda de San Brandán y San Maclovio. Asombro y maravilla que aumentan cuando de lo legendario pretendemos acogernos a lo concreto. Porque para una isla que se supone ilusión de la vista o exceso de la imaginación, espejismo de nubes o reflejo desde el cielo sobre el mar de tierras inmediatas, no deja de ser singular, y tanto más insólito, que se observen sus apariciones normalmente en el mismo sitio, a una distancia constante de las islas contiguas. Y aún más desconcertante es el hecho de que esa Isla muestre constante las mismas magnitudes y configuración. El propio Viera y Clavijo, tan positivista y renuente ante las tentaciones de lo ilusorio, da noticia y recoge la que aparece como la descripción geográfica y física de San Borondón:



ISLA DE SAN BORONDÓN: CARACTERÍSTICAS FÍSICAS

Medidas:
87 leguas de largo.
28 leguas de ancho.

Localización:
A 100 leguas de Hierro.
A 40 leguas de La Palma.
En dirección Oeste-Sur-Oeste de La Palma.
En dirección Oeste-Nor-Oeste de Hierro.

Descripción:
Corriendo Norte-Sur, formando hacia el medio una considerable degollada o concavidad y elevándose por los lados en dos montañas muy eminentes, mayor la de la parte septentrional.

Además de la descripción física de la Isla, otro elemento viene a corroborar su existencia, abundando con ello en el misterio de su naturaleza fantasmagórica. Me refiero a la abundancia de representaciones cartográficas en las que, en el sucederse de los siglos, geógrafos, dibujantes de mapas y meticulosos registradores de la fisonomía del mundo conocido, han situado la Isla:

 

ISLA DE SAN BORONDÓN:
VARIA CARTOGRAFÍA DONDE APARECE REPRESENTADA

- Mapamundi de Jacques Vitry (siglo XIII).
- Imago Mundi de Rober d’Auxerre (1265).
- Planisferio de Hereford, realizado por Richard of Haldinghan (finales del siglo XIII).
- Planisferio alemán de Ebstorg. Con la inscripción “Isla Perdida. San Brandán la descubrió pero nadie la ha encontrado desde entonces” (finales del siglo XIII).
- Carta de Piciano (1367).
- Mapa anconitano de Weimar (1424).
- Mapa genovés de Beccari (1435).
- Mapa de Fra Muro (1457).
- Mapa de la Isla de San Borondón de Torriani (1590).
- Mapa francés anónimo (1704).
- Perspectiva de Juan Smalley (1730).
- Perspectiva de Próspero Cazorla (siglo XVIII).
- Carta geográfica de Gautier (1755).

Si los mapas la registran, es que debe hallarse donde se la sitúa. Eso es lo que dicta el sentido común. Sin embargo, nada es común ni previsible tratándose de San Borondón. Porque por más que la Historia registra numerosas expediciones lanzadas en su busca, por más que se conserven testimonios de náufragos y viajeros que afirman haber estado en ella, la Isla sigue haciendo buena aquella afirmación de Honorius Solitarius de que es el azar y la casualidad lo que rige el encuentro, no la voluntad de búsqueda. Bien que lo pudieron constatar sus múltiples expedicionarios:

 

ISLA DE SAN BORONDÓN:
EXPEDICIONES MÁS FAMOSAS EN SU BÚSQUEDA

- Siglo XV: Fernando, Duque de Viseu, sobrino del Infante Don Enrique el Navegante, de Portugal. No la encuentra.
- 1526: Hernando de Troya y Francisco Álvarez, vecinos de Gran Canaria. No la encuentran.
- 1570, 3 de abril: Doctor Hernán Pérez de Grado, Regente de la Real Audiencia de Canarias. No la encuentra, mas afirma a su regreso que estuvieron en sus costas donde había perdido a los tripulantes.
- 1570: Fernando Villalobos, Regidor de la Palma. Con tres navíos. No la encuentra.
- 1604: Gaspar Pérez de Acosta, piloto marino, y Fray Lorenzo de Pinedo, de la orden de San Francisco y práctico sobresaliente en la marinería. Sólo hallaron una acumulación de nubes y celajes en el Occidente.
- 1721: Juan Mur y Aguirre, Capitán General de Canarias. Dispone una expedición formada por una compañía de soldados y dos capellanes. No la encuentra.
- 1732: Capitán de mar Gaspar Domínguez, vecino de Santa Cruz de Tenerife. Con una balandra llamada San Telmo. No la encuentra.

La inutilidad de aquellas expediciones hizo que paulatinamente se fuese aceptando la idea de que no era posible localizar la Isla allí donde los mapas señalaban su presencia. Hubo otras expediciones, pero de todo aquel afán sólo quedó la certeza de lo inexplicable.

 

MÁS ENIGMAS: LOS OJOS EQUÍVOCOS, LAS FRUTAS NÁUFRAGAS

La Isla de San Borondón, cuando se ha revelado, lo ha hecho mostrándose en marcos y escenarios diferentes. Unas veces ha sido a cielo despejado, sin nubes ni brumas que deformasen la visión. Otras, con las alturas encapotadas, convertidos los cielos en un cúmulo de bardas, nimbos y celajes. Y otras, entre el estruendo de tormentas, nieblas y turbonadas. Esa diversidad de las condiciones climatológicas en las que se han visto envueltas las apariciones de San Borondón contradice la argumentación de “los ojos equívocos”. Esto es, la opinión de quienes sostienen que la Isla sólo es producto de una suerte de espejismo, una travesura óptica que engaña nuestros ojos haciéndonos ver sobre el mar el reflejo de una tierra que se proyecta en el cielo y que el cielo devuelve a las olas y a la mirada. Este es el fundamento, por ejemplo, de las tesis de las parhelias y paraselenes: los soles y las lunas aparentes, vistos por reflexión en las nubes especulares.

Con similar talante hay quien mantiene que se trata de una acumulación de nubes y vapores que el viento Sur-Este reúne para formar con ellos una considerable masa, capaz de oscurecer el horizonte semejando tierra.

Pero entonces, ¿cómo explicar la aparición de la Isla de San Borondón cuando en el cielo no hay nubes, o cuando es limpio y claro el horizonte, o cuando soplan aires del Poniente, o cuando es ninguno el viento? Y lo que es más decisorio: ¿cómo justificar la constante uniformidad de sitio, figura y extensión que presenta la Isla cuando se muestra ante los ojos asombrados?... Las hipótesis de explicación ceden ante los enigmas.

Enigmas como el de las frutas y ramas náufragas. Y es que con frecuencia, y en especial después de las tempestades del Nor-Oeste, en las playas de La Gomera y El Hierro en más de una ocasión se encuentran encalladas unas ciertas frutas, ramas y hasta árboles casi enteros desconocidos, sin semejanza con los del Archipiélago. Su remota e ignorada procedencia es situada por algunos en la Isla de San Borondón.

 

TESTIMONIOS

El tiempo ha ido acumulando noticias de gentes que afirmaban haber visto o haber estado en la mágica Isla. Se trata de relatos más o menos objetivos, con visos de testimonio personal y pertenecientes al dominio de lo cotidiano, no leyendas o historias surgidas de la ficción imaginativa o de los derroteros de lo fantástico.

Entre esos testimonios puede señalarse la conversación que nuestro Fray Abreu Galindo mantuvo con un aventurero francés que acababa de estar en San Borondón, y de la que dejó constancia escrita. Aseguraba el francés que en las proximidades de Canarias le sorprendió una tormenta y llegó desarbolado a cierta tierra incógnita, poblada de árboles robustos, donde desembarcó. Allí se aplicó con sus gentes a talar y labrar uno de aquellos árboles para reparar los daños de la nave. Al caer la noche, la atmósfera comenzó a cargarse tanto que no tuvieron por prudente pasar la noche en esa isla y volvieron a su navío, navegando a vela con tanta premura que al día siguiente arribaron a La Palma.

Por su parte, Francisco Alcaforado, que acompañó a Juan González Zarco en la expedición a la isla de Madera en el año 1420, relata que al llegar a Puerto Santo, los portugueses establecidos allí dos años antes le contaron cómo al Sur-Oeste de aquel horizonte se veían ciertas tinieblas impenetrables que se levantaban desde el mar hasta tocar el cielo. Y que de esas espesas sombras surgía un ruido espantoso cuya causa era oculta, considerando aquel cúmulo de nieblas como un abismo sin fondo o la boca misma del infierno. Algunos de aquellos portugueses tenidos por más cultos, sostenían que aquello era la célebre isla de Cipango, tan nombrado en los escritos del veneciano Marco Polo, y que la Providencia la ocultaba bajo aquel velo misterioso para protegerla de los curiosos, porque a ella se habían retirado algunos obispos españoles y portugueses con muchos cristianos a fin de escapar de la opresión y esclavitud de los moros.

En el año 1570, como resultado de una encuesta que ordenara el doctor Hernán Pérez de Grado, Primer Regente de la Real Audiencia de Canarias, el Gobernador de la isla de El Hierro, Alonso de Espinosa, recibió el testimonio jurado de más de cien personas que afirmaban haber visto San Borondón. Sostenían todos ellos haberla divisado al bando Norte de El Hierro y a sotavento de La Palma. Y era tanta y tan apacible la tranquilidad del día, según afirmaban, que pudieron ver ponerse el sol por detrás de una de las puntas de la Isla.

El mismo año de 1570, el piloto y práctico de navegación brasileño Pedro Vello, y sus dos compañeros portugueses de Setúbal, declararon haber estado en la Isla de San Borondón a donde arribaron inopinadamente empujados por una tempestad. Pedro Vello declaró que saltó a aquella isla con dos marineros de su tripulación, que bebieron agua fresca de un arroyo y que observaron impresas en la arena unas huellas de pisadas mayores del doble de las de un hombre normal, manteniéndose la misma proporción en la distancia entre los pasos. Descubrieron también una cruz fija con un clavo en el tronco de un árbol que les pareció barbusano y la cabeza del clavo era del tamaño de un real de a cuatro. Pedro Vello siguió diciendo que cerca de allí estaban tres piedras colocadas en triángulo, con indicios de haberse hecho fuego entre ellas, quizás para cocer algunas lapas, según se podía deducir por las conchas vacías de alrededor. Con el propósito de aprovisionarse, persiguieron algunas de las vacas, cabras y ovejas que pastaban por los contornos, penetrando en el bosque en la persecución. Pero al caer la noche, se ennegreció el cielo y comenzó a soplar un viento fuerte y recio que hizo temer a Pedro Vello por la integridad de su nave. Retrocedió solo a la playa donde tomó la chalupa y se retiró a bordo precipitadamente, dejando a sus dos hombres en la espesura del bosque. Desde el barco contempló cómo la isla desaparecía y, una vez pasado el huracán, no fue posible volver a descubrirla, quedándose Pedro Vello muy apenado especialmente por no saber la suerte que habían corrido los dos hombres que quedaron en el bosque.

Si el relato de Pedro Vello, con la aparición de esas huellas de pisadas descomunales, nos remite a la posible presencia del gigante Milduo que encontraron San Brandán y San Maclovio, en el testimonio de Marcos Verde hallamos de nuevo el terror de la noche y los fuertes vientos, común en las narraciones de quienes afirmaron haber estado alguna vez en la Isla. Según le refirió al licenciado Pedro Ortiz de Fúnez, Canónigo Inquisidor y Visitador del Obispado quien inició en Tenerife una investigación sobre la mágica Isla en torno a 1570, Marcos Verde regresaba de la armada de Berbería cuando avistó a la altura de Canarias una tierra enteramente nueva, sin las señales características con que se distinguían las otras del Archipiélago. Costeó la isla hasta anclar su navío en una hermosa ensenada que formaba la embocadura de un barranco y, aunque el sol estaba ya puesto, bajó a tierra con algunas personas que anduvieron un trecho considerable por diferentes sendas, alejándose hasta no oírse unos a otros por más que gritasen. Con la noche se desataron torbellinos de viento tan horribles que tuvieron que embarcar a toda prisa, alejándose de aquella isla que Marcos Verde no dudaba ni un instante que no fuese otra que San Borondón.

Acompañado de un dibujo de la Isla que había avistado desde La Gomera, un religioso franciscano, en el año 1759, escribió una carta a un compañero de congregación narrando su experiencia y hablándole con el estilo sincero de quien no dice más que lo que cree. Esa carta se conoce como “el testimonio del franciscano de la Gomera” y dice así:

Muy R.P.D. Mucho deseaba yo ver a San Blandán y, hallándome en Alajeró, el día 3 de mayo de este presente año, a las seis de la mañana, con poca diferencia, la vi en esta forma; y puedo jurar que, teniendo presente al mismo tiempo la de Hierro, vi una y otra de un mismo color y semblante y se me figuró, mirando por un anteojo, mucha arboleda en su degollada. Luego mandé llamar al cura don Antonio Joseph Manrique, quien la tenía vista por dos ocasiones, y cuando llegó sólo vio un pedazo; y noté, estándola mirando, corrió una nubecita y me ocultó la montaña y, pasando hacia la degollada, me la volvió a descubrir, viéndola como antes sin diferencia por espacio de hora y media, y después se ocultó, estando presente más de cuarenta personas. A la tarde volvimos algunos al mismo puesto, mas nada se veía, por estar lloviendo lo más de la tarde. El horizonte del poniente estaba tan claro que resplandecía como el oro en el cristal, y también noté con el anteojo el mar y traviesa que hay de Hierro a San Blandán. Esto que llevo dicho vi y noté, sin añadir ni disminuir ni un punto. El no verse el fin de la punta que corre hacia La Palma del puesto referido, lo estorba el repecho que llaman Areguerode, y discurro que se hubiera visto mejor de Chipude, de donde se descubre la isla de La Palma. A los dos o tres días que salí de Alajeró se volvió a descubrir, según me dice el hermano fray Juan Manrique, que la vio juntamente con el señor cura y otras personas.

Así han llegado hasta nosotros los ecos de algunas de las voces que han dado fe del avistamiento o la estancia, fugaz, con prisas imprevistas y sustos múltiples en la partida, en la inquietante Isla de San Borondón. Un códice renacentista anónimo afirma en una confusa y ambigua sentencia: Sólo los elegidos pueden ver la Isla de San Borondón. ¿Qué criterios?, ¿cuáles son los signos que señalan al elegido?... ¡Quién puede saberlo! El códice no nos lo aclara. Lo cierto es que como una Ítaca atlántica, la Isla prodigiosa aguarda en el mar, bajo las aguas, a punto de emerger según ignotos designios para desvanecerse luego también, presta, inaccesible, según otros igualmente inexplicables designios. Pero a diferencia de la Ítaca homérica, nuestra Isla no es un destino de arribada, no es la morada familiar que aguarda el retorno tras años de ausencia del hogar. La Isla de San Borondón es un destino a inaugurar. Es una geografía por descubrir, imagen y reflejo, tal vez, de ese ideal que guardamos en nuestros más íntimos sueños y en nuestros más secretos deseos. San Borondón es el territorio de la utopía. Y, en este sentido, puede que quizás sí sea el suyo un destino de retorno: el de la vuelta a ese Paraíso del que los hombres fuimos expulsados en un tiempo en que éramos dioses.

 

EDWARD HARVEY

En el discurrir postrero del siglo XVIII, una época imbuida del espíritu racionalista, marcada por el deseo del conocimiento y el afán de hacer cierto el Paraíso sobre la tierra aboliendo diferencias de clases y estableciendo los principios de la igualdad entre los hombres como se propuso la Revolución Francesa, poco a poco menudean los documentos y testimonios que atañen a San Borondón. Nuestro Viera y Clavijo, como hemos visto, se aproximó al tema con el objetivo de explicar científicamente lo que no puede ser aprehendido por los dictados de la razón. Viera, en “La famosa cuestión de San Borondón”, recopila datos, acopia teorías, transcribe mapas y documentos, pero no se pronuncia sin ambages. Todo lo más a que llega el Arcediano de Fuerteventura es a aventurar una hipótesis de efecto de espejismo. Pero deja dudas sin solventar. Muchas. No podía ser de otra manera.

Habrá que esperar al siglo XIX y a los exaltados principios del Romanticismo para encontrar de nuevo un personaje y una expedición que retome nuevamente el asunto.

Nacido en Edimburgo en 1840 y fallecido en Londres en 1903, viajero y naturalista, Edward Harvey recorrió al parecer el litoral africano, adentrándose en el interior del continente y dejando constancia de su tarea en su tratado Flora desconocida de la costa Africana. Fue la Royal Society quien debió de financiar esa expedición. En 1862 se supone que emprendió un nuevo periplo que hubo de llevarlo hasta las Canarias. Desde entonces, la idea de ir en busca de la enigmática Isla del Poniente se convirtió en uno de sus objetivos prioritarios. También él debió de sentir la fascinación de la Isla Non Trubada, atrapado hasta la médula en su leyenda. Y no habría de descansar hasta cumplir su propósito.

Las crónicas quieren que el 7 de enero de 1865, conseguidos los fondos necesarios, contratada al fin una tripulación y habiendo fletado un pequeño barco, parta del puerto de Santa Cruz de Tenerife hacia lo desconocido. Una tormenta le hace arribar a un territorio inexplorado que recorre tomando fotografías, realizando bocetos y dibujando croquis que se llevaría luego a Londres a fin de elaborar una memoria de lo que él mismo definió como “El gran descubrimiento”.

Lamentablemente, una enfermedad contraída en su primer periplo africano empezó a manifestársele en medio de los delirios de la fiebre y la suma de inconexas alucinaciones. Inútilmente intentó dar a conocer su hallazgo en la Royal Society ante el descrédito de la comunidad científica que sólo veían en él a un loco y un demente. Sus trabajos sobre Canarias, Madeira y aquel territorio desconocido en el que pasó largas jornadas, no llegarían a ver la luz. Su muerte en su casa londinense hubo de producirse en el más oscuro de los olvidos.

Quizás fuese el destino inexorable, o los difusos caminos que hacen confundir los límites entre la realidad y la imaginación, entre la ciencia y los sueños, entre la vida y la literatura, el que dispuso que Edward Harvey sea un enigma más añadido a los misterios de la Isla de San Borondón. Él supo también de la diferencia entre el sueño visionario capaz de abolir fronteras y certezas, de enmarañar lindes inaprensibles para inaugurar mundos fantásticos, contrapuesto al ocurrir estéril del que niega y se niega a la aventura.

En él se cumple ese complejo entramado que aúna e interrelaciona ciencias humanas y naturales, universos de sugerencias y culminaciones, las huellas que permiten remontarse a las raíces originarias a partir de las que se han ido modelando los mitos en el devenir del tiempo.
Quizás ese, al cabo, y no otro, sea el sino de los elegidos por San Borondón.

Sabas Martín.

 

http://www.laisladescubierta.net/sanbor/sabas_martin.htm#cuestion

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