viernes, 8 de agosto de 2008

El amor






Para algunos quienes nos dedicamos a leer y escribir, la realidad más peligrosa y bella puede llamarse amor. Exaltación, impulso, no sé exactamente. El verdadero amor es difícil de reconocer: no es cuestión de cerebro sino de corazón. Se intuye en el abrazo sincero, el saludo lleno de alegría, la complicidad que brota de dos –no sólo uno– para conquistar al mundo: cuando menos el de la otra persona.


 

El amor nunca parte: vive siempre en uno. A veces duerme cuando topa con el cansancio de una persona quien no lo valora, quien se avergüenza, quien tal vez está dejándose ilusionar con algo menos noble. Pero si el amor duerme será en letargo esperanzado: como fénix resurge de sus cenizas frente a la mirada de otra persona a quien Dios ha estado preparando. El amor despierta del modo más inesperado, con la persona más inesperada. Taladra el rostro para labrar una sonrisa que después nadie –ni siquiera esa persona a quien uno comienza a dar amor– puede quitar.

Cuando es genuino, correspondido y surge de dos personas con igual intensidad, el amor se convierte en gozo constante, transformador. Uno quiere entonces construir un mundo distinto: más amable, bello, alegre. El verdadero amor no acobarda: otorga vida, valora, respeta, libera. Nos deja ser como queremos, permite decir lo que queremos. Nada prohíbe; al contrario: nos anima a mostrarnos al mundo como somos. La complicidad ni siquiera es un pacto: llega natural, sin necesidad de acuerdos.

El lenguaje del amor es el silencio fructífero, que hace crecer; que no busca palabras para llenar el vacío porque ni siquiera hay vacío. Con el verdadero amor las cosas nunca vienen forzadas: no existe un tironeo de todos los días, no hay intentos de convencer a la otra persona de que haga esto o no haga lo otro.

El amor es un niño al que tú y yo buscamos cuidar. El cuidado es de dos: yo doy todo mi cincuenta por ciento. Si no quieres dar el tuyo, lo siento. Eso morirá porque sin tu decisión, sin tu cincuenta por ciento, nada más puedo hacer, aunque esté muy enamorado de ti.

El amor es también cuestión de madurez. No admite medias tintas ni confusiones: se ama o no. En amor las indecisiones no pueden justificarse. Siempre se está caminando en dirección a algo genuino, verdadero, liberador. El amor es el niño más tierno, sonriente y bueno. Es el niño más grato y bello: a quien siempre busca uno porque teniéndolo cerca, el yo es más yo y el tú es más tú, y la comunión no necesita más, nada que esté fuera del cultivo, del compromiso de esas dos personas para no dejar morir lo bello, para que no se canse; para no permitir que falsas ilusiones nos distraigan y hagan perder aquello por lo que tanto lucha el otro.

Dijo Borges: “es inútil tocar, estamos dentro”. Es inútil luchar contra la derrota, porque quizá eso que en el pasado consideré derrota es el camino que en el presente está llevándome a un espacio de noches con luz blanca donde realmente puedo sentirme dichoso: al lado de alguien por quien puedo sentirme realmente valorado, respetado. Con quien realmente puedo ser como soy y no como el otro quiere que sea.

Es penoso sacar agua de mis profundidades para llenar un cubo roto. Por mucho que me esfuerce, el esfuerzo es nada. Quizá creo que estoy trabajando, pero la realidad me enseñará que eso es todo menos trabajo. Igual sucede con el amor. Tal vez nos ilusionamos tanto que creemos que algo por lo que hemos luchado es amor. Pero quizá no lo es. El único modo de descubrir esto es vivir, caminar siempre al horizonte deseado, ser incondicionalmente fiel a uno mismo. Otra persona podrá acompañarte o se cansará de acompañarte y acompañará a otro, no importa. Lo que realmente hace crecer es la conciencia de que el amor que hay en mí es valiosísimo, y hace que me levante cuando las cosas son más absurdas, más injustas.

Uno debe caminar por el trecho más oscuro que llegó con la caída. Poco a poco se aclarará el panorama: poco a poco uno comprenderá que existen muchas personas con una belleza interior inimaginada. Tendrá que llegar ese desfile de pensamientos, de emociones nunca calculadas. Ese día de revolución uno podrá mirarse en los ojos de otra persona para ver si la imagen reflejada es fielmente la de uno mismo. Ese día podrán bailar los sentimientos; incluso, sin ponerse de acuerdo, podrían darse un tiempo prudente para dejar que crezca o muera lo que hay en ellos. El amor llega en el momento más inesperado; es revolución que asalta por la persona más inesperada, pero destinada para estar ahí, en esa hora, sitio y con el mismo sentimiento. El amor nunca puede ser confusión: siempre es certeza que libera, edifica y aumenta la madurez y calidad de la lucha, de la entrega de dos que realmente se dan por igual.


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